jueves, 5 de marzo de 2009

El increíble hombre menguante


Richard Matheson escribió la novela 'The Shrinking Man' ('El Hombre Menguante') en 1956 y poco después elaboró el guión para su adaptación cinematográfica: 'The Incredible Shrinking Man' (producida por la Universal). Tras el éxito del filme, se planeó hacer una segunda parte en la que la esposa del protagonista, Scott Carey, también se encogía y se reunía con su marido en el mundo subatómico. Pero el propio Matheson dijo sobre ese proyecto: "Afortunadamente, no se hizo; era el guion más estúpido que he leído jamás".
Al margen de que la película resulta entretenida y visualmente muy lograda para la época, con una araña normalita que consigue dar auténtico miedo, no carece de carga filosófica: el hombre reducido a... ¿la nada?. Como dijo Matheson, la normalidad es un concepto de mayoría, no de un único individuo. Así, pese a ser reducido continuamente hasta lo infinitesimal, no deja un hombre de ser hombre. No es normal a ojos de los demás, sí... pero a sus ojos lo que cambia es el mundo que lo rodea y eso es algo que experimentamos todos continuamente. Por otro lado, solemos pensar en el infinito en terminos de grandeza, pero... ¿no existe la infinidad de lo minúsculo? Más pequeñas que las células son los átomos; y más pequeños que los átomos, los protones y neutrones, que a su vez están formados por quarks y leptones... Aquí transcribo el monólogo final de la película, unas frases que hacen pensar:

Scott Carey: "Yo continuaba menguando, convirtiéndome... ¿En qué? ¿Lo infinitesimal? ¿Qué era yo? ¿Aún un ser humano? ¿O era yo el hombre del futuro? Si hubiera otros despliegues de radiación, otras nubes yendo a la deriva por mares y continentes, ¿podrían otros seres seguirme hacia este vasto Nuevo Mundo? Tan cerca lo infinitesimal y lo infinito. Mas repentinamente, yo sabía que había en realidad dos fines para el mismo concepto. Lo increíblemente pequeño y lo increíblemente vasto eventualmente se encuentran: como el cierre de un gigantesco círculo. Miré hacia las alturas, como si de algún modo pudiera aprehender los cielos. El universo, mundos más allá de su enumeración, el tapiz plateado de Dios se esparce por la noche. Y en ese instante, supe la respuesta al enigma del infinito. Yo había pensado en términos de la limitada dimensión del propio hombre. Yo había sido arrogante hacia la Naturaleza. Que la existencia comienza y finaliza es una concepción humana, no de la Naturaleza. Y sentí mi cuerpo menguando, fundiéndose, convirtiéndose en nada. Mis miedos me desbordaron. Y en su lugar llegó la aceptación. Toda esta vasta majestuosidad de creación debía significar algo. Y entonces comprendí algo, también. Sí, más pequeño que lo ínfimo, comprendí algo, también. Para Dios, no existe la nada. ¡EXISTO!".

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